La obligación natural, casi su destino, es en el creador llevar al lenguaje hasta sus propios límites, retorcerlo y dar de él todo lo posible sin quebrarlo; esto es, sin asesinar el significado de lo que como artista pretende comunicar.
Esto no es algo que entienda el corrector de galeradas, ese galeote a mitad de camino entre el demiurgo y el enfermo obsesivo, ese censor adjetivado. Para él, las frases tienen el orden prusiano que marcan la gramática y la filología. Su escudo es el diccionario y su lanza el lápiz de colores, no ese otro lápiz artesano del carpintero, sino el que gatea sobre las oraciones para dejar su micción en medio de una frase, como el animal que señala su territorio de caza.
Con precisión de entomólogo, el corrector diseca el discurso vivo del artista para que el escritor, si no está en su mano poder evitarlo, sucumba bajo la férula impenitente del desconocido primer crítico con que se topa su trabajo. La ley de la ergástula del filólogo oprime al lenguaje con la pretensión de sacar de su dolor alguna claridad Algo que sería absurdo si lo hiciera el restaurador sobre el lienzo del artista, se le permite al corrector de pruebas: quebrar el estilo para volver romo el estilete.
Escribir como se habla. Esto es cierto cuando se habla con corrección y claridad, pero revela presunción cuando uno desconoce cómo se habla y se deja llevar por el exceso.
De manera que, para escribir, hemos de aguzar el oído y atender al aire misterioso de los ritmos y las cadencias, como el cazador atiende a la presa fulminante que salta veloz entre las zarzas.
Escribir es un acto de inteligencia...auditiva.