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Foto del escritorJavier Ortega Allué

Organización y pedagogía


Cuando una organización pierde la nitidez de sus objetivos, cuando no sabe cuál es en verdad la función social que ha de cumplir, tiende a sobrevivir convirtiéndose en una organización burocrática e inoperante. Esto es lo que sucede ahora, por ejemplo, con la enseñanza secundaria y con el bachillerato. Los operadores de estas organizaciones hacen el trabajo burocrático que se les encomienda, pero sin creer en él, porque no surge de su propia necesidad profesional, del trasiego diario con la realidad, sino de ciertas inercias de administración (ese ente gestor ciego y con siete cabezas) en su relación con la sociedad, y de su agenda secreta, que consiste en un hacer como si; por poner un caso, un hacer como si se estuviera en verdad luchando contra, por ejemplo, el fracaso escolar, cuando a menudo se toman sólo medidas para maquillarlo. La ocultación como política, pues se trata de sobrevivir a otro ciclo electoral. El rey está desnudo, y lo saben.

¿Qué piden muchos padres a la escuela? ¿Qué sus hijos aprendan? ¿Qué se les dote de las herramientas que necesitarán para desenvolverse en la sociedad que viene? ¿Qué pasen cursos sin esos imprescindibles conocimientos? Numerosos son los profesionales que están confundidos porque, habiendo aceptado las creencias y supuestos que sostienen las pedagogías modernas, se han percatado de cómo el abandono de ciertas estrategias les ha conducido a un callejón sin salida. Desconocen, pues, la función que han de cumplir en la organización, mientras el macrosistema les exige algo para lo que no fueron preparados o siquiera advertidos, más allá de las estrategias e intervenciones que el sentido común les pueda dictar y apliquen. Se vive en estado de supervivencia. Nunca como ahora el deseo que sobrevuela las conciencias es el de acabar el ciclo o jubilarse cuanto antes. La falta de inteligencia y creatividad se suple con más burocracia. El burócrata por excelencia es quien, careciendo de razones de peso –y sabiéndolo- se ciñe a recordar al mundo las obligaciones con que la burocracia se ha empeñado en seguir cerrando los ojos a la realidad.

Elementos esenciales para el buen funcionamiento de la organización se han echado por la borda, como le sucedió a aquel que, a la par que el agua sucia, arrojó al bebé que estaba en el barreño. Muchos siglos de experiencia desaprovechados, mucho adanismo en un saber que se autodefine como ciencia –pedagogía- cuando habría de llamarse con más propiedad ética educativa, tantos son los contenidos deónticos que se manifiestan en sus supuestos. La pedagogía no es científica no porque trate sobre un objeto complejo y susceptible de escaso control en sus variables múltiples. La pedagogía no es científica porque sustituye el análisis de los hechos por una proyección emocional de los deseos del investigador, por su ética y sus principios normativos. Los pedagogos convierten la máxima de su voluntad en principio de legislación universal. El pedagogo cree hacer ciencia cuando hace, en el mejor intencionado caso, reflexión moral o, en el peor, pura y simple política. Instruir es, en tal situación, la transmisión de los prejuicios de una clase o de un sector del espectro social, que vuelve sus ideas o creencias en norma y las cree científicas. Pero algo no es ciencia porque se crea que lo es. Echemos al fuego todos los estudios supuestamente científicos que contienen entre sus frases demasiados “debería”; por ejemplo, “la educación debería ser democrática, debería ser inclusiva, o integrativa o debería ser… lo que sea”, menos lo que es.

La pretensión de cientificidad otorga un plus a sus deseos, pero no los convierte de forma automática en científicos.


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