Hay ocasiones en que el profesional percibe una inevitable sensación de difuso malestar hacia la propia profesión, hacia el modo de ejercerla y compartirla, que es un claro indicador de no estar ya en el lugar en que habría de estar.
Siempre es el malestar un indicador que nos ayuda a orientarse, mucho más cuando se trata de un malestar continuado, sutil pero insidioso. Podría entonces el profesional regodearse en él, en la queja que el malestar justificaría. Pero lo importante no es seguir hozando en sus miserias, sino buscar sus orígenes y ver de qué es indicador, rastrear la causa y no soltar la pieza del malestar hasta que logremos conectar con la pauta, seguramente familiar, que está en sus orígenes. Debemos explorar el cauce del río para dar con sus fuentes que, de seguro, están más allá del momento presente en que sentimos esta fastidiosa sensación.
Este malestar refleja una carencia que se vuelve consciente. Ubicados en un determinado espacio social, cuando se acentúa, la incomodidad manifiesta el primer indicio de que esa ubicación no es quizás la correcta y que deberíamos empezar a movernos para buscar nuevos espacios generadores de mayor bienestar.
Hay que señalar que las zonas de confort profesional son a veces peligrosas, pues generan hábitos y automatismos perniciosos, grasa laboral que nos hace perder la necesaria flexibilidad para ser creativos, disminuyendo nuestro ingenio cuando nos acomodamos a esa zona de certezas y seguridades.
Esto es cierto, aunque no toda la verdad. El territorio confortable también es ese espacio desde el cual podemos atrevernos a explorar nuevas realidades. El espacio de bienestar profesional puede, a veces, resultar aburrido y ese aburrimiento es otro indicador a tener en cuenta: manifiesta la necesidad de hacer alguna otra cosa distinta de la que hasta ahora venimos haciendo.
Pero el aburrimiento más el malestar nos recuerda que no nos vale con hacer cualquier cosa, sino una actividad precisa que nos armonice y nos llene.
Por alguna razón, esa seguridad que encontramos en el territorio profesional que nos es familiar nos pesa y amenaza con anularnos. Tal amenaza se cierne sobre nosotros con la forma de la pérdida de la ilusión laboral y el tedio. Ya no estamos a gusto donde nos encontramos, como si el cuerpo inquieto nos pidiera abrir nuevos horizontes, iniciar otra vez un viaje exploratorio. Pero, sobre todo, dejamos de sentirnos a gusto con la gente que os rodea, con los otros profesionales, a los que vemos moviéndose en una longitud de onda distinta de la nuestra, como en otro ambiente y otra realidad, e incluso como si no se movieran y estuvieran satisfechos en su inmovilidad.
Es así, puesto que en verdad ellos están en una realidad que comparten, mientras que el malestar lo que nos dice es que ese territorio ya nos es ajeno, como si fuéramos en él forasteros que estuvieran de paso, temerosos de permanecer más tiempo del deseado sobre ese suelo que nos quema los zapatos. Tomamos conciencia, pues de nuestra propia alienación.
A menudo, erróneamente, acusamos a estos otros profesionales de nuestro abatimiento, de nuestra desgana laboral, cuando es bien cierto que ésta se basa en la actitud que mantenemos con la circunstancia que nos envuelve. Hay en este malestar una huella de cierto desarraigo entre los iguales de nuestra profesión, que se vincula con intereses que ya no se quieren o pueden compartir porque uno intuye, oscuramente acaso al principio, luego con lúcida nitidez, que ya no son los suyos, si acaso los fueron en alguna ocasión. Pero ya no.
Se trata también de un malestar relacional, y no solo centrado en la actividad desarrollada, sino que apunta a aquellos con quienes tienes que desarrollarla. Pero lo que genera este malestar es más la mirada que como profesionales ponemos sobre las cuestiones laborales que lo que los otros hacen en el territorio. Digamos que, en buena medida, convertimos a los demás en causa y origen de un malestar que, en el fondo, radica en la actitud que cada uno particularmente mantiene hacia lo que le rodea. Los otros y sus acciones son un blanco más fácil para mi queja que lo es la autoevaluación de mi estado, mis propósitos, mis planes y mi propio proyecto laboral.
Se dirá, con razón, que entonces el malestar ya no es tanto de territorio como de actitud del profesional. Y también esto es cierto, aunque no del todo. Hay un malestar ligado a la zona de confort y al territorio que durante años te ha servido de cobijo y a cómo nos movemos en él, recibimos de él reconocimiento y lo encontramos como fuente de retos y satisfacciones. Pero hay también, añadido, un malestar ligado a la forma como se desarrolla el trabajo en ese territorio y hacia aquellos con quienes tienes que compartirlo.
Al tratarse de una sensación de agotamiento del territorio, como si éste hubiera dado, en las actuales condiciones, cuanto se le puede honestamente pedir, hay en el malestar algo que no puedes modificar de otra manera que buscando un nuevo territorio. Pero como también se trata de con quién compartes ese ámbito profesional, hay una parte de tal malestar que está ligado a la mirada con que observas cómo se mueven en él los demás y cómo progresivamente te sientes ajeno a esos movimientos que hacen, a las preocupaciones que tienen y a las metas que se ponen. Y sobre esto último, sobre el modo como otros profesionales actúan en ese territorio, el sujeto no tiene ni control ni poder alguno. Los demás giran en una órbita propia, que puede gustarnos o no, que podemos o no compartir; pero que no está en nuestra mano modificar directamente. Lo malo del modelo sistémico es la grave exigencia que pone sobre el profesional que sostiene esa mirada relacional: no son los otros los que han de modificar su comportamiento o sus actitudes o creencias, sino aquel mismo que se ha dado cuenta de que hay algo que modificar. El propio sujeto que percibe el malestar. ¡Con lo fácil y descansado que resulta echarles la culpa a los demás! ¡Con lo inútil que es, sin embargo, tal movimiento; y lo torpes que resultamos si seguimos empeñados en semejante estrategia!