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Foto del escritorJavier Ortega Allué

Del imbécil, si existe.


Las personas defendemos con esmero la definición más o menos exhaustiva y variable que sobre nosotros mismos tenemos. Sabemos quiénes somos o, en su defecto, sabemos al menos quiénes no somos o quiénes no queremos llegar a ser. Esa definición o autoconcepto más o menos elaborado se corresponde con ciertos adjetivos con que resumimos nuestras conductas y el repertorio de pautas que hemos ido aprendiendo para sobrevivir e instalarnos con cierta comodidad en el mundo. Son atribuciones que nos hemos hecho o que nos han hecho lo demás y, como tales, no son nunca neutrales, sino interesadas. Encierran en su seno valores positivos o negativos, para nosotros o para los demás. De forma clara u oscura, vivir es irse definiendo; es decir, delimitando el territorio en que nos movemos y en el que somos.

Hay atribuciones curiosas y camaleónicas, que soportan un sesgo negativo en la infancia y se van positivizando conforme peinamos canas. Así, de un niño decir que es tímido no significa lo mismo que decirlo de una persona de mediana edad. Hay una elegancia social adquirida en la timidez adulta, que pronto pasa entre los demás por discreción y diplomacia o saber estar; mientras que el niño tímido ha de bregar con un retrato sangrante de apocamiento y falta de ímpetu que no tiene nada de bueno ni lo augura.

Somos, pues, eso que dicen que somos y lo que nosotros mismos procuramos que los demás digan que somos. Un continuo decirnos y decirse, y un continuado desdecirnos.

Pero de todas las cosas que decimos ser, hay una para la que parece que nunca tenemos suficiente mérito ni condición. A menos que se sea poeta, no he conocido a nadie que se defina a sí mismo como imbécil, tonto del culo, estúpido o de ralea semejante. Sobre la razón, ya nos dijo Descartes que todos andábamos igual de satisfechos al creer que la teníamos en grado suficiente y aun sobrado.

Sin embargo, los filósofos han hablado de esa estirpe inexistente de los imbéciles porque, como dijo Aristóteles, hay en el filósofo un amigo de los mitos. Y debe serlo, pues del imbécil han escrito algunos pequeños tratados y descripciones, que en nada desmerecen a La Paz perpetua o al De vita beata. No hay imbéciles, afirmémoslo, como tampoco grifos ni centauros, pero todos hemos visto alguno alguna vez, sobrevolando el horizonte incierto de nuestras expectativas, incordiando en cuanto han podido en nuestras vidas y asaltándonos con toda su impermeable tontería siempre que la ocasión les ha sido propicia. No tiene el tonto el recato de la ausencia oportuna ni busca la oportunidad siempre deseada de mantenerse en silencio. Como los espíritus burlones, el tonto lo que más desea es hacerse oír, aparecerse.

Si la inteligencia es la capacidad del hombre para adaptarse a contextos diversos, forzosamente habremos de definir la imbecilidad como el convencimiento ilusorio que embarga a algunos hombres de que todos los contextos se han de adaptar a quienes son y, una vez asentado este apotegma, actuar conforme a tal principio, a pesar de todos los hechos que pudieran contradecirlo. El imbécil es, de cualquiera, el más constante, el más inasequible al desaliento. Por eso no descansa jamás. Su esfuerzo adaptativo es nulo, su agotamiento, inexistente. El imbécil o tonto no da nunca su brazo a torcer, prueba irrefutable, si nos hiciera falta alguna, de lo inexorable de la estupidez. Es vitalicio, decía Ortega con razón; carece de poros, añadía con cierta piedad gramatical.

Lo que el filósofo no sospechó jamás fue de su nula existencia. Si hemos de dar fe a sus aspavientos y protestas, los imbéciles no existen. Pero si vamos a los hechos, hay por todas partes huellas de su paso extenuante.

Lo que destaca de alguien así es la facilidad con que se toma a sí mismo como criterio para medir todas las cosas del universo, ocurriendo que lo que a él le fastidia es un fastidio universal y lo que le alegra habrá de ser una alegría compartida por el resto de la Humanidad. En él el uno lo es todo y el todo, uno. Del imbécil lo primero que se detecta es, pues, la vara de medida. Esto es, el bastón que la etimología popular echaba en falta.


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