De las crisis sólo se sale o renacido o renovado; esto es, cambiado. Pero esto no viene a significar que todo sea ex novo, como si nada hubiera ocurrido antes de que suceda lo que ahora sucede, o como si todo cambio fuera inaugural y adánico. Somos una mezcla de tradición y renovación, de pasado y de presente que apunta imaginativamente a lo porvenir. Las crisis, como nos muestra este número de la revista, son necesarias por inevitables. El cambio ocurre, sin que podamos hacer nada por soslayarlo, simplemente porque estamos vivos y vivir es verse abocado a cambiar. El río de Heráclito nunca detiene su discurrir. Hay una continuidad inexorable entre la estabilidad y la renovación, y las crisis son el punto de fuga en que convergen la una y la otra. Que lo saben bien los terapeutas es algo que nunca se nos debería olvidar, pues al fin y al cabo trabajan con la incertidumbre que se encuentra en ese quicio entre la estabilidad y el desorden. Pero lo saben también –y antes- las familias y los individuos, pues no a otra tarea se enfrentan a lo largo de su existencia. La inteligencia humana es esa capacidad para afrontar y adaptarnos a los cambios que inevitablemente hemos de encarar mientras estemos vivos. Apasionante, pues, la temática que como reto nos dejó abierta el Congreso de Cáceres y del que este número de Mosaico se hace eco.
No es tarea fácil organizar un congreso, ni siquiera de terapia familiar, ni siquiera regional, y atreverse a hacerlo Ibérico, con tanta ambición como éxito. Y tener incluso la osadía de levantar la tienda en el extremo duro de esa tierra de frontera que es Extremadura, el limes, bella metáfora de la zona en la que trabajamos los que en esto de la terapia nos ocupamos: los territorios aún inexplorados, los lugares en que lo ya sabido se va abandonando, cuando todavía no se ha conquistado lo por saber. De las familias en crisis a los terapeutas en cambio, de todo eso se habló largo y tendido en Cáceres, mostrando que la larga experiencia terapéutica no es óbice para encallarse en el manierismo técnico ni la cerrazón de viejos modelos o ya casi superados supuestos. La sociedad cambia y los terapeutas han de seguir el rastro de estas transformaciones si quieren continuar haciendo un trabajo útil y bello.
Muchos son, pues, los desafíos a los que los terapeutas debemos enfrentarnos en un mundo abierto, complejo y cambiante como este, de variadas certidumbres y diversas lealtades. Desafíos que comienzan en nosotros, en cada uno, pero que desbordan el ámbito particular y nos colocan de lleno en el espacio de encuentro relacional. Conforme profundizamos en la cuestión, resulta cada vez más evidente que alguno de aquellos núcleos considerados duros o esenciales de la persona son realidades y valores que emergen en el seno de una, de cualquier relación: la del ser humano con la cultura en que está inserto, la del ser humano con otros seres humanos, la del terapeuta con las familias con las que trabaja. Ahí es nada. El mapa de los conceptos con que nos movemos no puede entenderse si los elevamos a un cosmos etéreo inmutable, donde parece que habita lo perfecto y la verdad. Lealtad, amor, traición, violencia, poder son un cierto tipo de realidades relacionales, sin las cuales, sin embargo, no podemos entender al individuo ni sus acciones concretas. Nada se comprende de forma aislada, sino en el entreverado de sutiles y manifiestas formas de relación humana. La urdimbre de lo humano sólo se puede vislumbrar en el seno de este dibujo relacional donde también la acción del propio terapeuta cobra sentido.
Javier Ortega
Director de Mosaico