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Foto del escritorJavier Ortega Allué

Tiempo de ocio en la infancia y la adolescencia


Cuando hablamos de sociedad del ocio lo hacemos por contraposición a la llamada sociedad del trabajo. A menudo, bajo este contraste subyace la idea de que el tiempo que dedicamos al trabajo es, casi en toda ocasión, un tiempo obligado, una rutina necesaria; mientras que, por el contrario, el tiempo de ocio aparece como un espacio de vida volcado hacia la autorrealización personal; un espacio para hacer, en suma, aquello que nos apetece.


Ya desde la escuela, en el orden de sus horarios y rutinas, aprendemos que hay diferencias profundas entre la obligación y el deseo. Pero esta frontera, que a los adultos les aparece con nitidez y evidencia, empieza siendo una señal muy difusa para los niños y algo menos para los adolescentes, cuya relación con el placer es conscientemente perseguida. Todo ello se debe, probablemente, a que el aprendizaje requiere esfuerzo y dedicación, pero no es un trabajo o al menos no tiene la consideración social de serlo, ya que no está remunerado. Un tiempo que no se paga es un tiempo que no se valida.


Los niños empiezan su aprendizaje por medio del juego. La diversión y la curiosidad presiden su primer contacto con el mundo. Pero conforme crecen, el aprendizaje se vuelve más y más preciso, exigente y especializado. Hacer deberes y estudiar ya no les parece algo divertido, aunque los griegos llamasen “sjolé” a ese tiempo dedicado a aprender. Sjolé quiere decir ocio. De esta palabra deriva nuestro vocablo escuela. Quizás porque no vemos en ese lapso de vida un rasgo de caracterizará casi todo el resto de nuestro ciclo vital: la productividad. Son muchos los mayores que ven en la escuela ese tiempo de ocio que va preparando, no sin cierta machaconería, a los nuevos miembros de la sociedad para enfrentarse a los verdaderos retos de la existencia.


Conforme el niño crece, empieza a distinguir en su tiempo de vida la presencia de dos momentos diferenciados: el trabajo y las obligaciones de la escuela frente al tiempo de recreo y vacacional. Y su vida queda regulada desde entonces por esta sístole y diástole del tiempo. Un año no es la acumulación de los 365 días, uno tras otro, sino lo que dura el tiempo de la obligación escolar.


La rutina escolar del día a día llena de contenidos las horas de trabajo, y el niño no tiene que preocuparse de cómo ocupará cada instante de su vida. Las clases regulan con su paso pausado la cotidianeidad. Los propios padres se encargan a menudo de llenar la agenda de sus hijos con actividades alternativas que angosten aún más el poco tiempo libre que les pudiera quedar. Muchos niños padecen hoy una sobrecarga de actividades fuera de su horario lectivo; actividades que complementan si duda su formación, pero que tiene también su propio lado oscuro, ya que los padres disponen así de menos tiempo para disfrutar de sus hijos, antes de que estos lleguen a ser unos perfectos desconocidos.


Por otro lado, tan frenética actividad genera entre los pequeños la sensación de que el ocio debe acabar siendo también un tiempo tiranizado por la productividad y el aprovechamiento: aprender inglés, guitarra, ballet o practicar algún deporte de alta competición… Hay que tener cuidado de que estas actividades no sometan a los hijos a una dictadura infernal del tiempo ni sean expresión de los deseos de los progenitores mucho más que de los hijos. Pues con frecuencia son estos quienes desearían haber aprendido idiomas, practicar la equitación o tocar el violonchelo en otro tiempo, en otra vida tal vez.


El tiempo de ocio de los adolescentes presenta diferencias notables respecto del tiempo libre infantil. El adolescente, en una etapa de formación de su propia personalidad, está en mejores condiciones para elegir cómo llenar el tiempo que le dejan los estudios con actividades de disfrute y formación.


Numerosos son los jóvenes que utilizan su tiempo libre como una forma de ampliar los horizontes de su vida, descubriéndose capaces de llevar a buen puerto tareas adultas. Otros, sin embargo, parecen entrar en esta etapa en un tiempo marcado por el aburrimiento y la apatía. Pueden limitarse a dejar pasar el tiempo delante de un ordenador, o a tener conductas escapistas con las que tratan de compensar sus primeras dificultades en la escuela o en sus relaciones sociales.


El tiempo de ocio de los hijos pueden ser vivido por sus padres como un momento peligrosos y generador de angustia.


De la misma forma que pueden envidiar la vitalidad, la fuerza y también las oportunidades que les abre la adolescencia en esta etapa, los padres se pueden contagiar de una falta de fe en el futuro de sus hijos, de su negativismo y de la sensación de incertidumbre que tienen siempre los primeros pasos en la sociedad adulta. Es en este momento cuando algunos adultos descubren que conviven con desconocidos, ignorando en qué compañías anda su hijo o qué hace para divertirse.


De nada sirve entonces tratar de controlar esos espacios si antes, durante la infancia, no le hemos ido enseñando a ser responsables y les hemos dado paulatina confianza en sí mismos. Posiblemente con sus gestos nos indiquen que buscan fuera, entre los amigos, lo que no consiguen tener en el seno de la familia.


El tiempo de ocio se compone de momentos fundamentales para el individuo y más, si cabe en esta etapa de la adolescencia. En su tiempo libre, la persona descubre y desarrolla aspectos de su personalidad que le ayudan a construir su identidad sin la presión que supone el trabajo y la competitividad del mundo laboral. Aun cuando a veces a los adultos nos pueda parecer que nuestro hijo adolescente esta perdiendo un tiempo precioso dedicándose a actividades de recreo, éstas son muy importantes para el desarrollo integral de su personalidad. Ya sea que se ocupe de actividades solitarias como la lectura o sociales, como la participación activa en un grupo de teatro, estas experiencias le están ayudando a formarse como persona completa y saludable, a contrastar sus creencias y modo de ver el mundo, a poner en cuestión una imagen simplificada de la vida, para hacerla más compleja; y, en definitiva, a ser un individuo más centrado y suficientemente feliz.


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